por Juan Andrés Guzmán y Montserrat Madariaga
Magdalena es alta, blanca y muy delgada, como una gringa desabrida. En su cuello brilla un crucifijo de plata donde se lee: “He aquí que vengo a hacer tu voluntad”. De su hombro cuelga un bolso café, tipo colegial. Adentro lleva una bomba. J.C. camina a su lado y no deja de sorprenderse del aplomo de la mujer. La bomba es de ruido, es cierto; pero al menos dos miristas han muerto manipulando esos artefactos. Ella no parece consciente de eso. O está consciente y no le importa. Su rostro blanco y anguloso carece de expresión. Es una cara sin esperanza y sin miedo, como el de alguien que ha visto cadáveres flotando en el río y ha asumido que es su tarea sepultarlos. Sólo sus ojos son increíblemente vivos. En ellos se ve que está feliz. -Nos ganaste, Magdalena- dice JC. -¿Por qué? -Porque yo no te habría dejado venir… pero aquí estamos. Magdalena aprieta su bolso y sonríe. Son las 11 de la noche y la pareja está frente a la sucursal del Banco del Estado de José Joaquín Pérez con Mapocho. No pasa ni un auto, como debe ser. Tampoco hay personas, como estaba calculado. Por todo Santiago una decena de grupos espera la hora indicada para disparar al aire, levantar barricadas o, como en este caso, detonar una bomba. Esa noche no va a caer Pinochet. Pero Magdalena y J.C. piensan que con muchas jornadas como esa y muchos haciendo lo que ellos, al final lograrán vencer.