por Mariona Borrul
Como un gigantesco astro a punto de extinguirse, Paul Schrader se ha encomendado a su propia inmolación. Pareciera que su ritual de autodestrucción hubiera podido completarse allá en 2017, cuando arrojó a Ethan Hawke, literalmente flotando por entre la inmensidad del universo, en una de las secuencias más kitsch e insólitamente desoladoras de la historia del cine reciente. Schrader entonces dinamitaba su propio mecanismo dramático a base de un desasosiego sin filtros, que de tanto malestar devenía absurdo, exponiéndonos a un mundo sin salvación, por lo menos no más allá del suicidio colectivo. Al final, el bombazo resultaba mudo pero ensordecedor, tanto dentro como fuera de la pantalla. ¿Y luego qué? Después vendría, claro, más de lo mismo. Repite Schrader su trabajo infatigable sobre bases bressonianas, versiona una vez más el arquetipo que él mismo reconocía en El estilo trascendental del cine: aquel «hombre que se sienta a solas en una habitación», aquel tipo que lleva una máscara que no es más que su oficio. Hoy, el hombre tratará de sanar un presente mancillado por los escombros de otra gran explosión, desgranando con paciencia aquello que aún puede ser salvado de aquel que no. Tan simple y profundamente cerebral como un verso bíblico, su viaje de redención aún nos queda grande.