por José Miguel Delgado //
En 1975, Queen entró al estudio para grabar A night at the Opera, su cuarto álbum, uno de los más aclamados y el que les dio el estatus de superestrellas. Con una profusión de estilos musicales, el disco es una reconocida obra maestra. Freddy Mercury (voz y piano) y Brian May (guitarra) compusieron la mayoría de las canciones, aunque el disco incluye también sendas pistas de Roger Taylor (batería) y John Deacon (bajo). No hay más que escuchar los tres minutos de la parte central de “The prophet’s song” para entender que a la banda le gustaba tomar riesgos. El álbum tiene momentos magníficos: el collage sonoro con que abre “Death on two legs”, las guitarras al final de “Lazing on a Sunday afternoon”, la combinación de folk sicodélico de “39” o el puente instrumental de la vodevilesca “Seaside rendezvous”, que incluye un solo de kazoo, son algunos de ellos. Pero de entre una sucesión de buenas canciones, hay una que destaca.