por Mariona Borrul
Ay, la crisis de los cuarenta. La lucha para revivir al niño que una vez vivió en nuestro interior y que parece haber quedado enterrado bajo las capas de rutinas del actuar adulto. La criatura ya no juega y nos quedamos totalmente zombis, con las cejas arqueadas y los labios apretados, incapaces de reaccionar o movilizar la realidad que tenemos delante. Lo veíamos en la reciente Nomadland de Chloé Zhao: despertar pasa, muy a menudo, por un electroshock de juego. Juego con o sin chirimbolos por delante, juego conocido o inventado al momento, incluso juego disfrazado de algo más*. Es el caso de los protagonistas de Druk, que edifican una auténtica experiencia lúdica alrededor de unas pocas reglas esenciales, con el único objetivo de rescatar su vida de la miseria: pasarlo bien o, por lo menos, estar mejor que antes. Ellos lo llamarán experimento, pero será, en esencia, un gran y sencillísimo juego, un dispositivo a través del que los cuatro amigos van a cuestionar y moldear la realidad que los rodea. Propongo que analicemos, pues, la construcción formal y diegética de la película de Thomas Vinterberg desde la perspectiva lúdica que explora, en este caso, desde la experiencia de juego y su potencial imbricación disruptiva en lo cotidiano. Para ello, qué mejor que servirnos de los principios básicos del play según Miguel Sicart**, quizás el más atinado estudioso en los game studies contemporáneos de lo lúdico como fenómeno interseccional.