por Rubén Redondo
Para cualquier aficionado o amante del jazz, la figura de Chet Baker forma parte de esa dimensión mitológica, legendaria que se encuentra más allá del bien y del mal. Baker es un icono indiscutible de la cultura popular estadounidense. Un outsider que caminó siempre en los márgenes de la autodestrucción, poseedor de un talento innato descomunal para innovar en una disciplina que depende exclusivamente de la genialidad y la ruptura para seguir vigente. Fue el niño malo y mimado del «cool jazz» de los cincuenta y sesenta, aquel movimiento surgido a finales de los cuarenta gracias a las aportaciones de músicos de raza blanca admiradores de los ritmos afroamericanos de Miles Davis, Charlie Parker, Duke Ellington, Dexter Gordon o Dizzy Gillespie que plasmaba con un tono reflexivo, auto-contemplativo y muy propio, la nostalgia y la melancolía de los viejos tiempos en los que el humo de los cigarrillos se mezclaba con las melodías de trompeta y piano compuestas para ser tocadas en solitario en auténticas catedrales del jazz. Era la época de los nombres que sobresalían frente a los grupos y big band cuya alegría musical se había topado con una decadencia mortal impregnada por el triste panorama y los efectos morales que desencadenó la II Guerra Mundial. Baker constituyó un tótem singular y atractivo desde el mismo momento en que salió a la luz pública de los focos. Su origen exótico, enmarcado en el minusvalorado jazz de la costa oeste americana en contraposición del venerado jazz neoyorquino, su rostro de niño travieso en el que resaltaba esa nariz carente de fosas nasales que denotaba un origen pugilístico adolescente, sus cabellos dorados adornados con ese frondoso tupé a lo James Dean, su boca privilegiada no solo para hacer sonar la trompeta como solo los ángeles saben sino también para emanar de la misma una voz que palpaba de emoción las desesperadas y tristes letras de sus composiciones, su personalidad incontrolable y desordenada… constituían una bomba de relojería a punto de estallar en cada uno de los actos que forjaron su vida.
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