Una película sobre Chiloé y sus monstruos liminares: Brujería

por Aarón Rodríguez

Siempre he sentido cierto respeto por las películas rodadas con voluntad liminar: películas/frontera, películas/borde, películas que seccionan dos territorios opuestos o se inventan una manera de hacer pliegues en nuestra concepción del mundo. Brujería, por ejemplo, es una obra que se señala a sí misma desde un doblez que emerge prácticamente alrededor de su cita inicial: la isla de Chiloé es a la vez comienzo y final del mundo, es un dintel entre las creencias de los colonizadores y la existencia de criaturas monstruosas, es un espacio extrañamente ético, sagrado, agresivo, bellísimo, violento. La Chiloé inventada por Christopher Murray es un espacio exuberante, enigmático; un mundo de tonos apagados, lluvia, tierra y fuego por el que repta una cámara inteligentísima que siempre sabe cómo manejar el fuera de campo y dónde seccionar la visibilidad del encuadre. La película es temáticamente liminar —habla, después de todo, del desencaje, la opresión y la violencia que estalla entre diferentes modos de vida— pero también por momentos parece preguntarse por ciertas posibilidades formales de cierto riesgo: una morosidad en la disposición de los acontecimientos, una ordenación de los planos en torno a lo que ocurre en fuera de campo, una dirección de arte escueta pero muy bien trazada, una fotografía húmeda y apagada, acuosa, de verdes musgosos, azules apagados y dominantes del gris.

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