por Glauco Schettini
“Hoy es el día”, escribía un alterado Dionigi Strocchi el 17 de septiembre de 1796 a un amigo en Faenza, en el norte de Italia. En Roma, donde Strocchi trabajó como secretario del Colegio de Cardenales, “todo el mundo murmuraba sobre una guerra santa, una guerra de religión” que pronto sería lanzada contra la Francia revolucionaria. Sus consecuencias, anticipaba Strocchi, serían ruinosas1. Los miedos de Strocchi no eran infundados. Después de la invasión de los Estados papales por Napoleón Bonaparte en junio, los delegados francés y papal habían firmado un armisticio en Bolonia, pero las conversaciones de paz, que se habían iniciado en Bolonia a comienzos de septiembre, estaban estancadas. Para gran consternación de Strocchi, los diplomáticos austríacos y napolitanos instaron al Papa Pío VI a abandonar la mesa de negociaciones y lanzar una cruzada contra Francia, una opción que también recibía un apoyo cada vez mayor en el séquito papal.