«Oppenheimer» de Cristopher Nolan

por Ignacio Navarro

El nombre de Julius Robert Oppenheimer ha pasado a la historia por ser el responsable de la creación de la bomba atómica, desarrollada durante años y finalmente lanzada sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. El nombre de Lewis Lichtenstein Strauss, en cambio, es desconocido para el gran público, y solo lo recordarán hoy en día quienes estén familiarizados con el funcionamiento de la administración norteamericana en los años 40 y 50 del pasado siglo. Sin embargo, ambos hombres estuvieron más conectados de lo que parece, sobre todo cuando Strauss pasó a presidir la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos. Antes de cualquier vínculo profesional, ambos compartían religión, pues eran judíos de nacimiento, aunque no ideología, pues la de Oppenheimer era de afinidad comunista, mientras que Strauss se declaraba republicano. En esa época, pertenecer a uno u otro bando no solo condicionaba la trayectoria política, sino la personal y familiar, sobre todo una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial e iniciada la Guerra Fría, cuando la rivalidad de esta potencia con la soviética tuvo como triste repercusión interna la caza de brujas contra los presuntos comunistas, el llamado macartismo. Las audiencias a las que Oppenheimer fue sometido en 1954 para renovar su credencial de seguridad, otorgada por la mentada Comisión de Energía Atómica, eran un ejemplo de esta caza de brujas, pues la principal justificación para denegarle dicha autorización era la sospecha de que, incluso, fuera un espía de Moscú. Tales acusaciones eran absurdas para un hombre que, al margen de sus convicciones, se había limitado a formarse como físico cuántico, primero en Europa y luego en su país natal, al que demostró su mayor lealtad, precisamente, cuando pasó a liderar al equipo de científicos, en el llamado Proyecto Manhattan ubicado en el desierto de Nuevo México, que desembocó en el lanzamiento de la bomba atómica.

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