por Caleb Scharf
A finales del siglo XIX estábamos empezando a apreciar la verdadera inmensidad del universo. Se aceptaba ya que las estrellas eran análogos sumamente distantes de nuestro Sol, un hecho corroborado por el hecho de que los astrónomos habían conseguido finalmente medir sus apenas apreciables movimientos de paralaje a partir del movimiento anual de la Tierra por el espacio. También se habían descubierto nuevos planetas en nuestro sistema solar, desde los misteriosamente distantes Urano y Neptuno hasta objetos de menor tamaño pero también masivos como Ceres y Vesta, justo más allá de la órbita de Marte. Y la composición elemental de los objetos extraterrestres estaba empezando a hacerse evidente gracias al espectro de la luz, incluido el descubrimiento de una especie atómica en el Sol –la sustancia que ahora llamamos helio.