AIMEE OBSERVÓ EL CIELO, serenamente.
La noche era una de esas noches de verano calurosas e inmóviles. El muelle de cemento estaba desierto; las lámparas eléctricas en hilera, rojas, verdes, amarillas, ardían como insectos en el aire sobre las maderas desnudas. Los encargados de los distintos kioscos de la feria estaban de pie, como muñecos de cera derretida, los ojos ciegamente fijos, sin hablar, todo a lo largo de la calle. Dos clientes habían pasado una hora antes. Esas dos criaturas solitarias estaban ahora en la rueda de la muerte, aullando cuando la rueda bajaba como una sonda en la noche encendida, dando vueltas y vueltas en el vacío.
Aimee cruzó lentamente la playa con unas gastadas anillas de madera pegadas a las manos húmedas. Se detuvo detrás de la casilla de billetes del Laberinto de Espejos. Se vio a sí misma grotescamente desfigurada en tres espejos ondulados fuera del Laberinto. Más allá, en el pasillo, se desvanecían mil fatigadas réplicas de sí misma: imágenes de calor entre tanta clara frescura.
Entró en la casilla y se quedó mirando largo rato el delgado pescuezo de Ralph Baughart. El hombre apretaba un cigarro apagado entre los dientes largos, amarillos e irregulares y extendía unos naipes gastados sobre el estante de la casilla.
Cuando la rueda de la muerte gimió y cayó otra vez en su terrible derrumbe, Aimee pensó que había llegado el momento de hablar.
—¿Qué clase de gente sube a la rueda?
Ralph Baughart mordisqueó el cigarro treinta segundos.
—Gente que quiere morir. Esa rueda es el aparato de muerte más accesible.— Baughart se quedó escuchando los débiles sonidos del rifle en la galería de tiro.— Todo este condenado negocio de la feria es una locura. Por ejemplo, ese enano, ¿lo viste? Todas las noches deja aquí su moneda y entra corriendo en el Laberinto de los Espejos y no para hasta el cuarto de Louies el Retorcido. Hubieras visto allí su cabecita de muñón. ¡Dios mío!
—Oh sí —dijo Aimee recordando—. Me pregunto siempre cómo se sentirá un enano. Me da lástima cada vez que lo veo.
—Podría arrugarlo como un acordeón.
—¡Por favor!
—Dios. —Ralph le palmeó un muslo a Aimee con la mano libre.— Cómo te preocupas por gentes que no conoces. —Meneó la cabeza y rió entre dientes.— El enano y su secreto. Sólo que él no sabe que yo sé, ¿entiendes? ¡Ah, muchacha!
Aimee sacudió nerviosamente los aros de madera que tenía en las manos húmedas.
—Hace calor esta noche. —No cambies de tema. Vendrá, con lluvia o con sol.
Aimee se apoyó sobre el otro pie.
Ralph la tomó por el codo.
—¡Eh! ¿Estás loca? Quieres ver al enano, ¿no es cierto? ¡Quieta! —Ralph se volvió.— ¡Ahí viene!
La mano del enano, velluda y oscura, apareció como una mano independiente, y alcanzó la ventanilla con la moneda de plata.
—¡Una! —dijo la persona invisible, de aguda voz de niño.
Involuntariamente, Aimee se inclinó hacia adelante.
El enano la miró abriendo los ojos, y pareció como si fuese sólo un hombre feo, de pelo oscuro, ojos oscuros, que había sido metido en una prensa de uva, y estrujado y amasado, apretujado y plegado, agonía sobre agonía, hasta quedar reducido a una masa estropeada y descolorida, una cara abotagada e informe, una cara que despertará con los ojos muy abiertos a las dos, las tres y las cuatro de la mañana, derrumbada sobre la cama, mientras sólo el cuerpo duerme.
Ralph rompió en dos un billete amarillo.
—¡Una!
El enano, como asustado por una tormenta próxima, se subió las negras solapas de la chaqueta, cubriéndose el cuello, y se alejó rápidamente, balanceándose. Un momento después, diez mil enanos extraviados y errantes se retorcían en las superficies de los espejos, como frenéticas cucarachas oscuras, y al fin desaparecían.
—¡Deprisa!
Ralph empujó a Aimee a lo largo de un oscuro pasillo detrás de los espejos, palmeándole la espalda, retrocediendo por el túnel hasta un delgado tabique con un orificio.
—Es una maravilla —rió Ralph entre dientes—. Vamos…, mira. Aimee titubeó, luego acercó la cara al tabique. —¿Lo ves? —susurró Ralph.
Aimee sintió cómo le golpeaba el corazón. Pasó un minuto. Allí estaba el enano, en medio del cuartillo azul. Tenía los ojos cerrados. Aún no estaba preparado para abrirlos. Ahora, ahora abrió los ojos y miró el espejo alto, y sonrió. Parpadeó, brincó, se puso de perfil, hizo una reverencia y bailó torpemente.
Y el espejo repitió todos los movimientos con un cuerpo alto y delgado, con una enorme mueca y una vasta repetición del baile, que terminó en un gigantesco saludo.
—Todas las noches lo mismo —susurró Ralph en el oído de Aimee—, ¿no es una maravilla?
Aimee volvió la cabeza y miró fijamente a Ralph, un largo rato, y no dijo nada. Luego, como si no pudiera dominarse, movió la cabeza lentamente, muy lentamente, para mirar otra vez por el orificio. Retuvo el aliento. Sintió que se le humedecían los ojos.
Ralph le dio un codazo, susurrando.
—Eh, ¿qué hace el tipejo ahora?
Una hora más tarde bebían café en la casilla de los billetes, sin mirarse, cuando el enano salió de los espejos. Se sacó el sombrero y se acercó a la casilla, pero cuando vio a Aimee se alejó rápidamente.
—Quería algo —dijo Aimee.
—Sí. —Ralph aplastó ociosamente el cigarrillo.— Y sé qué quería. Pero no se atrevió a preguntar. Una noche me dijo con esa vocecita chillona: «Apuesto a que esos espejos son caros». Bueno, me hice el tonto. Dije que sí, que eran caros. El enano me miró como esperando, y yo no abrí la boca y él se fue a su casa, pero a la noche siguiente dijo: «Apuesto a que esos espejos cuestan cincuenta, cien dólares». Apuesto a que sí, dije. Y tendí las cartas para un solitario.
—Ralph —dijo Aimee. Ralph abrió los ojos. —¿Por qué me miras de ese modo? —Ralph, ¿por qué no le vendes uno de tus espejos extra? —Oye, Aimee, ¿te digo yo cómo tienes que manejar tu galería de anillas? —¿Cuánto cuestan esos espejos? —Puedo conseguirlos de segunda mano a treinta y cinco dólares. —¿Por qué no le dices entonces dónde puede comprarse uno?
—Aimee, no eres inteligente. —Ralph puso una mano en la rodilla de Aimee. La muchacha apartó la rodilla.— Aunque le diga dónde puede ir, ¿crees que se comprará uno? Nunca. ¿Y por qué? Porque es orgulloso. Si supiera que yo lo veo delante del espejo, en el cuarto de Louies, no vendría nunca más. Finge que entra en el Laberinto para divertirse, como los otros. Pretende que no le importa ese cuarto especial. Espera siempre a que los negocios marchen más en la feria, en las últimas horas de la noche, y así tiene el cuarto para él solo. Sabe Dios con qué se entretiene los días que viene mucha gente. No, señor, no se atreverá a comprarse ningún espejo, en ninguna parte. No tiene amigos, y aunque los tuviera no les pediría que le compraran una cosa como ésa. Orgullo, por Dios, orgullo. Si me lo preguntó a mí es sólo porque no conoce prácticamente a ningún otro. Además, míralo: no tiene bastante para comprarse un espejo. Podría ahorrar, pero hoy no hay mucho sitio para un enano. No hay exceso de demanda, fuera de los circos.
—Me siento mal, me siento triste. —Aimee se quedó mirando la plataforma vacía.— ¿Dónde vive?
—En una trampa para moscas, cerca de los muelles. Los Brazos del Ganges. ¿Por qué?
—Estoy sencillamente enamorada de él, ya que lo preguntas. Ralph mostró los dientes que apretaban el cigarro. —Tú y tus graciosísimos chistes.
Una noche cálida, una mañana calurosa y un mediodía ardiente. El mar era una lámina de lentejuelas y vidrio fundido.
Aimee llegó caminando por los callejones cerrados de la feria, a orillas del mar tibio, buscando la sombra, llevando bajo el brazo media docena de revistas blanqueadas por el sol. Abrió una puerta descascarada y llamó en la cálida oscuridad.
—¿Ralph? —Fue por el pasillo negro detrás de los espejos, taconeando sobre el piso de madera.—¿Ralph?
Alguien se movió perezosamente en el catre de lona.
—¿Aimee?
Ralph se sentó y enroscó una lámpara débil sobre la mesa de tocador.
Miró a Aimee, entornando los ojos.
—¡Eh! Pareces el gato que se comió al canario.
—Ralph, vine a hablarte del hombrecito.
—Del enano, querida Aimee, del enano. Un hombrecito nace así, pequeño. Un enano es cuestión de glándulas.
—¡Ralph! He descubierto algo maravilloso de ese , hombre.
—Dios santo —dijo Ralph mirándose las manos, abriéndolas como testigos de su propia incredulidad—. ¡Esta mujer! Quién diablos da dos centavos por un horrible…
—¡Ralph! —Aimee mostró las revistas. Le brillaban los ojos.— ¡Es un escritor! ¡Piénsalo!
—Hace demasiado calor para pensar.
Ralph se tendió en el catre y se quedó mirando a Aimee, sonriendo débilmente.
—Pasaba casualmente por Los Brazos del Ganges y lo vi al señor Greeley, el gerente. Me contó que en el cuarto del señor Big1 la máquina suena toda la noche.
Ralph estalló en carcajadas.
—¿Se llama así?
—Escribe cuentos policiales, y eso le alcanza para vivir. Encontré uno de sus cuentos en el kiosco de revistas de segunda mano, ¿y sabes una cosa, Ralph?
—Estoy cansado, Aimee.
—Este hombrecito tiene un alma del tamaño del mundo. ¡No le falta nada en la cabeza!
—¿Por qué no escribe entonces para revistas importantes, eh?
—Quizá porque tiene miedo. Quizá porque no sabe que puede. Ocurre a menudo. La gente no cree en sí misma. Pero apuesto a que si lo intentase podría venderle cuentos a cualquiera.
—¿Cómo no es rico?
1 Grande
—Quizá porque las ideas le vienen despacio, pues anda siempre deprimido. ¿Quién no lo estaría, siendo tan pequeño? Apuesto a que le cuesta dejar de pensar en que es pequeño y vive en una habitación barata.
—¡Diablos! —gruñó Ralph—. Hablas como la abuela de Florence Nightingale.
Aimee abrió la revista.
—Te leeré parte del cuento. Hay tiros y gente dura, pero está contado por un enano. Pienso que los editores no sospecharon que el autor no inventaba. Oh, por favor, no te quedes así, Ralph. Escucha.
Aimee empezó a leer en voz alta.
Soy un enano y soy un asesino. Ambos términos son inseparables. Soy un asesino porque soy un enano.
El hombre a quien yo asesiné acostumbraba detenerme en la calle cuando yo tenía veintiún años, me alzaba en brazos, me besaba la frente, me cantaba una canción de cuna, me llevaba a la carnicería, me ponía en la balanza y gritaba: «¡Mira, pesa menos que tu pulgar, carnicero!».
Ve usted cómo nuestras vidas se encaminaban al crimen. ¡Este idiota, este perseguidor de mi carne y de mi alma!
En cuanto a mi infancia: mis padres eran pequeños, pero no enanos de veras, de ningún modo. Vivíamos en la casa de mi padre, una casa de muñecas, algo asombroso que se parecía a una tarta de bodas coruscante: cuartitos, sillitas, cuadros en miniatura, camafeos, bolitas de ámbar con insectos dentro, todo minúsculo, ¡diminuto!
El mundo de los gigantes estaba lejos; era un rumor desagradable más allá de la pared del jardín. ¡Pobre papá! ¡Pobre mamá! Sólo querían lo mejor para mí. Me guardaban para ellos como un florero de porcelana pequeño y valioso, en ese mundo de hormigas, los cuartos de colmena, la biblioteca microscópica, el país de las puertas de escarabajo y ventanas de polilla. Sólo ahora entiendo la desmesurada psicosis de mis padres. Pensaban quizá que vivirían siempre, conservándome como una mariposa en una caja de vidrio. Pero primero murió mi padre, y luego un incendio devoró la casita, el nido de avispas, y todos los espejos de sellos postales y los armarios de dedal. Mamá también desapareció. Y yo, solo, mirando las brasas que se apagaban, me encontré arrojado a un mundo de monstruos y titanes, preso en el terreno resbaladizo de la verdad, arrastrado, empujado y aplastado al pie de la montaña.
Tardé un año en acostumbrarme. El trabajo en una feria parecía inconcebible. No encontraba sitio para mí en el mundo. Y luego, hace un mes, el Perseguidor entró en mi vida, me calzó un bonete en la cabeza inocente, y les gritó a los amigos: ¡Quiero presentarles a la mujercita!
Aimee dejó de leer. Miró a un lado y a otro. Le temblaba la mano, y le alcanzó a Ralph la revista.
—Termina tú. El resto es una historia policial. Está muy bien. Pero ¿no te das cuenta? Ese hombrecito…
Ralph tiró la revista a un lado y encendió perezosamente un cigarrillo.
—Prefiero las novelas del Oeste.
—Ralph, tienes que leerlo. Necesita que alguien le diga qué bueno es, y lo anime a escribir más.
Ralph miró a la muchacha, ladeando la cabeza.
—¿Y a que no sabes quién se lo dirá? Bueno, bueno. Ahora somos la mano derecha del Salvador.
—¡Cállate!
—Piensa un poco, maldición. Si lo elogias creerá que le tienes lástima. Te gritará y te echará del cuarto.
Aimee se sentó y pensó un momento, tratando de ver todas las caras del problema.
—No sé. Quizá tengas razón; oh, pero no es sólo lástima, de veras, Ralph. Aunque quizás a él le parezca eso. Habrá que tener mucho cuidado.
Ralph tomó a la muchacha por el hombro y la sacudió pellizcándola suavemente.
—Diablos, diablos. Déjalo. No te pido más. No sacarás nada en limpio, sólo dificultades. ¡Dios, Aimee, nunca te vi tan terca! Mira, pasemos el día juntos, tú y yo. Almorzamos, compramos gasolina y nos vamos por la costa lo más lejos posible; nadamos, cenamos, vemos algún buen espectáculo en un pueblo cualquiera… Al diablo con la feria. ¿Qué te parece? Todo un día sin preocupaciones. Tengo ahorrados un par de dólares…
—Claro, no puedo olvidar que él es diferente —dijo Aimee mirando la oscuridad—. Es algo que nosotros no seremos nunca, tú y yo, y toda la gente de la costa. Qué gracioso. La vida lo condenó a ser espectáculo de feria, y sin embargo ahí está, pisando tierra firme. Y la vida nos preparó a nosotros para que no tuviésemos que trabajar en las ferias, pero aquí estamos, sin embargo, en un muelle asomado al mar. A veces parece que nos encontramos a un millón de kilómetros de la costa. ¿Cómo se explica, Ralph, que nosotros tengamos los cuerpos y él el cerebro, y que se le ocurran cosas que nunca sospechamos?
—¡No oíste nada de lo que dije! —exclamó Ralph.
Aimee tenía los ojos entornados y retorcía las manos sobre el regazo. Alzó la cabeza hacia Ralph que se había puesto de pie, y hablaba como desde muy lejos:
—No me gusta esa expresión astuta que tienes.
Aimee abrió el bolso lentamente, sacó un rollo de billetes y se puso a contar.
—Treinta y cinco, cuarenta. Bien. Llamaré por teléfono a Billie Fine y le pediré que le mande uno de esos espejos altos al señor Bigelow, a Los Brazos del Ganges. Sí, lo haré.
—¿Qué dices?
—Piensa qué maravilloso será para él, Ralph, tenerlo en su propio cuarto, y mirarse cuantas veces quiera. ¿Puedo usar tu teléfono?
—Adelante, vuélvete loca.
Ralph se volvió rápidamente y se alejó por el túnel. Una puerta se cerró de golpe.
Aimee esperó; luego, al cabo de un rato, alargó la mano hacia el teléfono y empezó a llamar, con una lentitud dolorosa. Hacía una pausa entre un número y otro, conteniendo el aliento, cerrando los ojos, pensando cómo se sentiría uno siendo pequeño en el mundo, y que luego alguien le enviara a uno un espejo especial. Un espejo para el cuarto donde uno podía ocultarse con la propia imagen luminosa aumentada, y escribir cuentos y cuentos, sin salir al mundo sino cuando era indispensable. Cómo sería estar, sólo entonces, con toda la maravillosa ilusión en el cuarto. ¿Se sentiría uno feliz o triste? ¿Ayudaría eso a escribir, o sería un nuevo impedimento? Sacudió la cabeza hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás. De este modo por lo menos no habría ningún testigo espiando. Noche tras noche, quizá levantándose secretamente a las tres de la fría madrugada, uno podía guiñarse un ojo y bailar y sonreír y saludarse, alto, tan alto, tan hermoso y alto en el espejo brillante.
Una voz en el teléfono dijo: —Billie Fine. —¡Oh, Billie! —gritó Aimee.
La noche cayó sobre el muelle. El océano yacía oscuro y ruidoso bajo las tablas. Ralph, frío y de cera en el ataúd de cristal —los ojos fijos y la boca dura—, echaba las cartas. Una pirámide de colillas crecía junto al codo del hombre. Cuando Aimee llegó a la luz caliente de las lámparas rojas y azules, sonriendo, saludando con la mano, Ralph siguió poniendo las cartas en la mesa, muy lentamente.
—¡Hola, Ralph! —dijo Aimee.
—¿Cómo anda ese asunto amoroso? —le preguntó Ralph sorbiendo un vaso sucio de agua helada—. ¿Cómo está Charles Boyer? ¿O es Cary Grant?
—Acabo de comprarme un sombrero nuevo —dijo la joven, sonriendo—. Dios, ¡qué bien me siento! ¿Sabes por qué? ¡Billie Fine le enviará un espejo mañana! ¿No te imaginas ya la carita del hombrecito?
—No tengo mucha imaginación.
—Oh, Dios mío, hablas como si fuera a casarme con él.
—¿Por qué no? Puedes llevarlo a todas partes en una maleta. La gente pregunta: ¿Dónde está tu marido? Y tú abres la valija y gritas: ¡Aquí está!, como si fuera una corneta de plata. Lo sacas del recipiente cuando te dé la gana, tocas una melodía, lo guardas de nuevo y le pones un cajón de arena en el porche de atrás.
—Me sentía tan bien… —dijo Aimee.
—El mundo es benévolo —dijo Ralph apretando la boca, sin mirarla—. Be— né—vo—lo. Supongo que todo esto empezó cuando yo lo espiaba por ese agujero, matándome de risa. ¿Por eso mandaste el espejo? La gente como tú me ronda siempre con músicas devotas, quitándome toda alegría.
—Recuérdame que no te visite nunca más, pidiéndote que me invites a una copa. Prefiero andar sola que mal acompañada.
Ralph emitió un largo suspiro.
—Aimee, Aimee. ¿No entiendes que no puedes ayudarlo? Está chiflado. Y esa ocurrencia disparatada que has tenido es como decirle: Adelante, sigue siendo un chiflado, yo te ayudaré.
—Es bueno equivocarse una vez en la vida, si crees que le haces bien a alguien —dijo Aimee.
—Dios me libre de los que hacen bien, Aimee.
—¡Basta, basta! —gritó Aimee, y en seguida calló.
Ralph guardó silencio unos minutos, y al fin se incorporó apartando el vaso donde había marcas de dedos.
—¿Me atiendes la casilla un rato?
—Claro, ¿por qué?
Aimee vio diez imágenes blancas y frías de Ralph que se alejaban por los pasillos vítreos, entre espejos, imágenes de bocas duras y dedos que se movían nerviosamente.
Se quedó sentada en la casilla un minuto, escuchando el tictac de un reloj, y luego, de pronto, se estremeció. Volvió los naipes cara arriba, uno a uno, esperando. Un martillo golpeaba una y otra vez, lejos, en el interior del Laberinto; un silencio, otra espera, y luego diez mil imágenes que se plegaban y desplegaban y desaparecían.
Ralph paseándose, mirando diez mil imágenes en la casilla. Aimee oyó la risa débil de Ralph que subía por la rampa.
—Bueno, ¿qué te ha puesto de tan buen humor? —preguntó, inquieta.
—Aimee —dijo Ralph descuidadamente—, no nos peleemos. ¿Dijiste que Billie Fine le mandará ese espejo al señor Big?
—No estarás planeando una broma.
—¿Yo? —Ralph sacó a Aimee de la casilla y tomó las cartas, canturreando, con los ojos brillantes.— No yo, oh no, no yo.
No la miró y se puso a barajar los naipes, rápidamente.
Aimee se quedó detrás de Ralph, y sintió un temblor en el párpado derecho. Cruzó y descruzó los brazos. Pasó un minuto. No se oían otros sonidos que el del océano debajo del muelle, la respiración de Ralph, el susurro de las cartas. Había calor en el cielo, y nubes espesas. Lejos, sobre el mar, asomaban los relámpagos.
—Ralph —dijo Aimee al fin. —Calma, Aimee —dijo Ralph. —¿Y el paseo que querías hacer por la costa?
—Mañana —dijo Ralph—. Quizás el mes próximo. Quizás el año próximo. El viejo Ralph Baughart tiene mucha paciencia. No estoy preocupado, Aimee, mira. — Extendió una mano.— Estoy tranquilo.
Aimee esperó a que el estruendo de un trueno se apagara sobre el mar.
—No quiero que te enojes, eso es todo. No quiero que pase nada malo, prométemelo.
El viento, ya caliente, ya frío, sopló a lo largo del muelle, trayendo un olor de lluvia. Se oyó el tictac del reloj. Aimee empezó a transpirar pesadamente, mirando cómo los naipes se movían y movían. A la distancia se oía el ruido de los proyectiles que daban en los blancos y los disparos de las pistolas en la galería.
Y entonces apareció.
Moviéndose como un pato, a lo largo del solitario concurso, bajo las lámparas de insectos, la cara retorcida y oscura, caminando trabajosamente. Avanzó así largo rato, observado por Aimee. La muchacha quería decirle: Es tu última noche, la última vez que sufrirás viniendo aquí, la última vez que Ralph te espiará. Tenía ganas de gritar y reírse y decírselo a Ralph en la cara. Pero calló.
—¡Hola, hola! —gritó Ralph—. ¡Hoy invita la casa! ¡Esta noche, gratis! ¡Función especial para los viejos clientes!
El enano alzó la cabeza, sorprendido, volviendo a un lado y a otro los ojos negros, confuso. Los labios se le movieron formando la palabra gracias, y se fue llevándose una mano al cuello, tironeándose de las solapitas, alzándolas para cubrirse la garganta convulsa y apretando secretamente la moneda con la otra mano. Mirando hacia atrás, asintió con un leve movimiento de cabeza, y en seguida una docena de caras reducidas y torturadas ardieron con un color oscuro y raro a la luz de las lámparas, y erraron por los corredores de vidrio.
—Ralph —Aimee lo tomó por el brazo—. ¿Qué pasa? Ralph mostró los dientes. —Estoy siendo benévolo, Aimee. Benévolo. —Ralph —dijo Aimee.
—Calla —dijo Ralph—. Escucha. Esperaron dentro de la casilla en el silencio largo y cálido. Luego, lejos, apagado, un grito. —¡Ralph! —dijo Aimee. —¡Escucha! ¡Escucha! —dijo Ralph.
Hubo otro grito, y otro y luego otro, y una sacudida y un golpe y una rotura, y una huida por el laberinto. Allí, allí, chocando y rebotando, de espejo en espejo, chillando histéricamente y sollozando, con lágrimas en la cara, boquiabierto y jadeante, apareció el señor Bigelow. Salió de pronto al aire ardiente de la noche, mirando alrededor desordenadamente, lloriqueó y corrió muelle abajo.
—Ralph, ¿qué ocurrió?
Ralph se sentó riéndose y palmoteándose los muslos. Aimee lo abofeteó. —¿Qué hiciste? Ralph reía, ahora entre dientes. —Vamos. Te mostraré.
Y Aimee entró en el laberinto, y corrió entre los espejos calientes y blancos, mirándose la pintura de los labios, como un ruego rojo que se repetía mil veces en ardientes cavernas de plata, donde mujeres histéricas y raras, muy parecidas a ella misma, seguían a un hombre sonriente y rápido.
—¡Vamos! —gritaba el hombre. Y los dos llegaron a un cuartito que olía a polvo. —¡Ralph! —dijo Aimee.
Los dos se detuvieron en el umbral del cuartito donde había estado el enano todas las noches, un año entero. Los dos se detuvieron donde el enano se había detenido todas las noches, antes de abrir los ojos y ver enfrente aquella imagen maravillosa.
Aimee entró lentamente, arrastrando los pies, en el cuartito sombrío.
Habían cambiado el espejo.
En el espejo nuevo la gente normal era pequeña, pequeña, pequeña; incluso la gente alta parecía pequeña y oscura y se encogía cada vez más cuando uno avanzaba, y Aimee se quedó allí pensando y pensando que si la gente grande parecía allí pequeña, Dios, qué le había hecho el espejo a un enano oscuro, a un enano sorprendido y solitario.
Se volvió trastabillando. Ralph la miró. —Ralph —dijo la muchacha—. Dios, ¿por qué lo hiciste? —¡Aimee, vuelve!
Aimee escapó entre los espejos, llorando. Las lágrimas le nublaban los ojos y le costó encontrar la puerta, pero al fin salió. Miró parpadeando el muelle desierto, echó a correr en una dirección y luego en otra, y al fin se detuvo. Ralph apareció detrás, hablando, pero era como una voz que venía del otro lado de un muro, tarde, de noche, remota y extranjera.
—No me hables —dijo Aimee.
Alguien llegó corriendo por el muelle. Era el señor Kelly, de la galería de tiro.
—Eh, ¿no vieron a un hombrecito? ¡Acaba de robarme una pistola, cargada, y escapó antes que yo le pusiera la mano encima! ¿No me ayudan a buscarlo?
Y Kelly se fue de prisa, volviendo la cabeza, mirando entre las tiendas de lona, y desapareció bajo las lámparas brillantes, azules, rojas y amarillas.
Aimee se balanceó hacia adelante y hacia atrás y dio un paso.
—Aimee, ¿adonde vas?
Aimee miró a Ralph como si acabaran de doblar una esquina, dos extraños que pasan y chocan.
—Me parece —dijo— que voy a ayudar a buscar.
—No podrás hacer nada.
—Trataré, de todos modos. Oh, Dios, Ralph, todo esto es por mi culpa. ¡No debí telefonearle a Billie Fine! No debí encargarle el espejo, y enojarte tanto como para que hicieras lo que hiciste. No debí ir a la habitación del señor Big, ni comprar esa cosa loca. Voy a encontrarlo, aunque sea lo último que yo pueda hacer en la vida.
Volviéndose lentamente, con las mejillas húmedas, vio los espejos ondulados que se alzaban frente al Laberinto. La imagen de Ralph se reflejaba en un espejo, y Aimee no podía apartar los ojos. Miraba con una desaprensiva y temblorosa fascinación, boquiabierta.
—Aimee, ¿qué ocurre? ¿Qué estás…? Ralph torció el cuerpo mirando hacia donde miraba Aimee. Se sobresaltó. Frunció el ceño ante el espejo enceguecedor.
Un hombrecito feo, horrible, de medio metro de alto, de cara pálida y aplastada bajo un viejo sombrero de paja, le devolvió la mirada frunciendo el ceño. Ralph se quedó allí inmóvil, mirándose fijamente, furioso, las manos caídas a los costados.
Aimee caminó lentamente, y luego apresuró el paso, y luego echó a correr. Corrió por el muelle desierto. El viento caliente sopló, echándole encima gotas de lluvia cálida, continuamente, mientras ella corría.