La mujer se detuvo bajo un árbol y dibujó una casa —una mediagua— en una playa de finas arenas negras. El dibujo llegó a mí muchos años después, como parte de una correspondencia sobre la histeria en la América colonial. La casa estaba construida —se diría «depositada»— sobre las arenas. En su interior había dos habitaciones: un dormitorio que servía a un hombre que había descubierto su capacidad para retornar de la muerte y ya lo había hecho tres veces. En distintos recuadros se le puede ver vestido con pijamas y zapatillas de tenis, buscando una película para ver el sábado en la noche.
En general el hombre vuelve tarde a su casa con pan, frutas y cada tanto con algo de verduras y carne. La mujer cocina. Él algunas veces abre la puerta de la casa —que da al mar— dejando que el aroma marino la inunde. Con el paso del tiempo la casa va ganando confianza y ya no resulta tan precaria como parecía inicialmente. Las paredes parecen más consistentes y erguidas.
En la otra habitación a veces se escuchaba música, un piano irregular que jugaba con series de notas. Pero además —si la pareja lo deseaba— podían sentarse a ver a personas que llegaban por una puerta habilitada al efecto, a suicidarse. Se suicidaban estrangulándose con los cantos de los muebles, tragando bolas de lana y algunos de ellos quemando sus cabelleras con las velas que iluminaban el lugar, pues no tenía electricidad. Para el hombre y la mujer —dueños de esa casa dibujada en la playa— la muerte había perdido todo significado.