Poema de Juan García Brun: «Sir Arthur William Craig»

Me llamo Sir Arthur William Craig, voy muy abrigado esta mañana y he desayunado en el hotel. El parque se extiende, cubierto de hojas, más allá de mi vista. Es previsible que se trate del Central Park en Nueva York. Llevo en mis bolsillos “La Historia de la Melancolía” de Robert Burton, un libro de 1621. Estoy tranquilo, satisfecho, pero prefiero un suelo seco, una región accidentada, salpicada de colinas, un lugar para combatir mi extraña enfermedad de aristócrata inglés.

Hay personas de pie entre los árboles que mi discreción disimula. Personas detenidas que me observan desde diversas latitudes, junto a unas fuentes, sobre plataformas y desde el interior de jardines japoneses me observan portando unos paraguas abiertos de un color negro antinatural. Un color negro que viene del espacio exterior y que absorbe todo a su alrededor. Otros, la mayoría, llevan unos paraguas que desprenden la luminosidad frágil de unos tubos fluorescentes blancos. Estos últimos resplandecen de forma irregular, con la luz necesaria para distinguir los rostros de las personas que me observan. Esas personas me sugieren vivir en un territorio elevado, desde el cual se domine el extenso horizonte. Lo hacen sin haber leído jamás el libro de Burton y sin conocer mis propios deseos.

Sin embargo, el melancólico real, ese cuya existencia es un temblor de frío en medio de la nieve,  hará caso omiso a estas indicaciones, y preferirá –siempre- el mar como el último refugio para acompañar su enfermedad. Representan ellos sí, la enfermedad de la melancolía y el mar, un paisaje completo, imposible de entender desde el exterior.

El paisaje marino alberga el azul, derramado en el relato divino de la catástrofe. El diluvio y las penas sobre el hombre, el mar convirtiéndose en victimario. El hombre -creo haber dicho el verdadero melancólico- siente sobre sus hombros las manos de su padre, Abraham. Siente el miedo iniciático a ser engullido, y luego el silencio y el quieto repliegue sobre el horizonte, o bajo él.  

Este terror de no tocar jamás el fondo, es de un color azul que inunda y se apoya en la compleja inspiración que acompaña al cuerpo desde la fundación de la memoria, en el líquido vientre materno. Todos ellos conviven con la necesidad de perder la vista en el horizonte para llegar al camino por donde se extraviaron las naves. Todo ello es parte de la enfermedad, la melancolía, que comienza como un dulce recuerdo impreciso.

Muy por el contrario, el misántropo sueña con la colina, el ascenso, la llegada acompañada de un cuerno sonoro, que predice cada mañana el comienzo del día. Pero prefiere esa altura por razones muy diversas a las ya anotadas. El cruce entre melancolía y misantropía puede abrirme un camino, si no un laberinto.

A pesar de mi propia impotencia, de mi distinguida cobardía que disfrazo de principios, el sueño con Ulises se mantiene incólume en el alma salvaje del hombre verdadero: el hombre observa el mar. Mi enemigo necesita comenzar otras guerras, atravesar nuevas tierras y sueña con la ribera que lo incita a partir.

Ir al contenido