Narración de Juan García Brun: «Ladran»

Acá ladran los perros, mucho. Pareciera que anda un demonio por el cerro. Se escuchan sierras eléctricas y los gritos de aquello que recorre las escaleras y las cuestas que veo por mi ventana. Los ladridos, aullidos y su estruendo continuo tienden a apagarse en la medida que avanza la noche, que es precisamente el momento en que comienzan a apagarse las ventanas y el sueño toma el lugar del paisaje, aunque el alborotador sigue recorriendo las calles, perturbando a los perros encerrados en patios o encadenados o subidos sobre alguna superficie que les hace imposible tomar la calle y atacar a ese ser. Nunca he podido determinar qué es exactamente lo que ocurre.

Veamos qué es la noche.

El texto bíblico dice que «en el principio era el verbo», con lo que se explicita que es algún tipo de persona el origen de toda creación y que la misma no es sino una conversación. El texto alude a una voz y tan solo después, esta luz se desliza sobre la superficie de las aguas. De ahí se sigue que nuestro mundo se origina en la noche, en una noche seca y con suficiente amplitud como para reverberar el sonido. Imagino ese primer verbo —la representación fonética de un acto— como una admonición, una orden perentoria dirigida a la creación del fuego. Así comparece ese primigenio salvaje en un instante cuyo pretérito es eterno y cuya soledad le desgarra e incendia.

Este fenómeno espectral, originario y creativo tiene lugar cada vez que la luz del Sol abandona toda superficie y nos obliga a guarecernos. Quiero entender que al menos ese verbo de la creación —parte de una conversación— buscó responder a un problema. Resulta evidente que esos demiurgos solos en la noche caminaron y se desplazaron carentes de toda referencia visual, inspirados por algún tipo de viento.

El tiempo no había iniciado su marcha y el penoso proceso de articulación de los conceptos los hizo transitar por mórbidos estados de furia y felicidad. Eran dos al menos, quiero imaginarlo de esa forma. Los represento extáticos, angustiados, celosos de la otra identidad, poseídos por un amor brumoso, patético e insaciable.

Estos sujetos —bestiales por antonomasia— caminaron sobre una superficie fría, rocosa y móvil. El texto indica que trabajaron episódicamente hasta crear al hombre a su propia imagen. Esto —naturalmente— no puede ser interpretado de un modo literal. Por esa razón el texto alude a su imagen, no a su esencia.

Algo vive en la oscuridad, en una profundidad a la que no llegan nuestros sentidos. Una profundidad que emerge en nuestros sueños conformando el éter de los mismos, no su contenido. Mientras escribo estas líneas los perros siguen ladrando y el alumbrado público ha aumentado su luminosidad, como si se anticipara una explosión. Un silbido opaco me rodea y comprendo que tal es la sonoridad del universo.

No he leído absolutamente nada que refrende mis ideas, pero su estructura me parece implacable y por lo mismo ajena a toda controversia: hay seres, muy pocos en realidad, que caminan entre nosotros y nos preexisten. No me refiero a los llamados alienígenas ancestrales, ni a reptiles que vivan bajo la tierra. Hablo de dos seres —a lo sumo tres— que nos siguen y estudian. En algunas noches siento su respiración afiebrada en la pared del pasillo, en el ropero y no pocas veces dentro de mi cama. Es fácil darse cuenta, traten de hacerlo. Traten de caminar solos de noche, traten de prender un cigarrillo en alguna de esas esquinas, traten de perderlos, es imposible.

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