por Gustavo Burgos
El texto constitucional erogado por la Convención Constitucional hace un par de días, será votado favorablemente por millones de personas, probablemente más que aquellos que votaron por Boric. Al día de hoy sobre esto no hay la más mínima duda, del momento que el mismo expresa el discurso identitario y de minorías que ha alcanzado adicionalmente el estatus de discurso oficial del Estado. El borrador de texto constitucional se impondrá el próximo 4 de septiembre, en tanto y por tanto expresa la voluntad política vencedora de las fuerzas del Acuerdo por la Paz, pacto político que tiene como conquista el haber logrado desactivar el levantamiento popular de Octubre del 19. Este enorme triunfo político y la ausencia de todo tipo de oposición —de derecha o izquierda— condicionan un previsible triunfo del Apruebo. Tal escenario es el que explica que hechos tan graves como el asesinato de Francisca Sandoval o la declaración de Estado de Excepción constitucional en el Wallmapu no hayan generado ninguna relevante forma de protesta popular.
Hace unos días Felipe Portales hizo una afirmación muy interesante: «paradójicamente, mientras más democrático es un país, menos importante será el texto concreto mismo de aquella, en la medida que la voluntad mayoritaria de la sociedad tenga el derecho -¡reconocido por la propia Constitución!- de ajustarlo a ella. En sentido contrario, mientras más rígido y conservador lo sea, más importancia tendrá el texto mismo vigente, por la mucho mayor dificultad de la ciudadanía para modificarlo». Efectivamente, el culto fetichista por la Constitución viene a expresar la vieja idea portaliana (por Diego) de que solo instituciones fuertes —y no el poder popular— pueden mitigar y contener los problemas sociales generados por el orden capitalista. Este constitucionalismo desaforado, que ha alcanzado a prácticamente la totalidad de las corrientes políticas de izquierda en nuestro país es una manifestación, tardía, senil si se quiere del inveterado peso de la noche. La letra con sangre entra.
La expresión concreta de este constitucionalismo radical explica el alineamiento general de las corrientes de izquierda con la campaña del Apruebo. Este alineamiento es coherente con la postura de una parte sustancial del llamado octubrismo con el llamado a votar por Boric, y los argumentos que se esgrimen hoy son los mismos. No se votaba por Boric, sino que contra Kast. Hoy día no se vota Apruebo por el texto constitucional de los 2/3 del Acuerdo por La Paz, sino que contra la contra el rechazo que encarna el orden institucional pinochetista. No es la independencia de clase, los intereses de la mayoría trabajadora lo que condiciona este Apruebo radical, sino que simplemente la necesidad de aparecer contra el pinochetismo y el rechazo. El resultado de esta política ya lo vivimos hoy, cuando se vota por una alternativa burguesa, por más liberal, paritaria, feminista e inclusiva que sea, siempre resultará vencedora la burguesía. La campaña de la izquierda por el Apruebo, aún de aquella que se ha separado circunstancialmente del propio Boric, se hace desde el oportunismo electoral y la impotencia, no desde una perspectiva de poder.
Hace unos días, discutiendo con un compañero sostenedor de este Apruebo radical, redujo sus ataques políticos a la idea de que cuestionar a la Convención Constitucional en su conjunto, sostener una posición de clase y revolucionaria frente al operativo del plebiscito del 4 de septiembre, era meramente testimonial, declarativo, «para los convencidos» creo me indicó. En realidad, quienes así razonan han abandonado en la práctica y por completo, la estrategia de la construcción de una dirección revolucionaria reemplazándola por los hábiles movimientos tácticos en la marea de la opinión pública burguesa. Porque para conectar con las masas, con el activismo, con los obreros politizados y con la vanguardia, es imprescindible hablar con claridad y decirle a los explotados con total transparencia y honestidad que el camino constitucional que se nos presenta el 4 de septiembre no compromete los intereses de la clase trabajadora, sino que es un simple artilugio para legitimar, validar e institucionalizar el régimen capitalista.
Hice hoy una lectura general del borrador de Constitución —¿Se le dirá en el futuro la del 22?— será necesario hacer un estudio detenido tanto sobre el texto, como de las discusiones que le rodean. Solo creo que de forma preliminar es necesario algunas precisiones sobre la función que cumple este nuevo texto constitucional. La primera precisión. Con este texto el régimen ajusta la Constitución al paradigma identitario y de minorías con el que se pretende representar un cambio estructural en la sociedad, bajo el sofisma de que «el lenguaje construye realidad».
Una parte relevante del articulado está ocupado por adjetivos, intenciones y promesas valorativas carentes de contenido empírico y que dejan indemnes las bases de propiedad, fuerza pública y poder burgueses. Solo a via ejemplar: en el Nº101 se consigna la norma que de seguro será el artículo 1º de la nueva Constitución: « Chile es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural y ecológico». Esta pomposa denominación descansa sobre una materialidad inalterada por este texto: que en la realidad histórica el Estado chileno es un Estado burgués que monopoliza la fuerza pública para cautelar los intereses de la minoría explotadora, cuya función social es la preservación social del orden social cimentado en la gran propiedad privada.
La segunda, que aunque el texto constitucional lo proclame, no se origina por el efecto mágico de su promulgación, un ordenamiento democrático en que los trabajadores y la mayoría explotada sean soberanos. La Constitución aunque se vote en plebiscitos y baile a su alrededor una cohorte de profesores de Derecho Constitucional, no es más que un papel: ella no detendrá la historia ni impedirá que las clases sociales se sigan enfrentando en el marco de la crisis del régimen capitalista. Esta discusión recién se inicia y más que discutir posiciones electorales creemos que lo fundamental —para la clase trabajadora— es abrir una discusión sobre el poder, sobre la necesaria ruptura institucional, sobre la insurrección. En una palabra, sobre la revolución obrera, es decir sobre la instauración de un gobierno de la mayoría trabajadora asentada en las asambleas populares y órganos de base, tal como se comenzó a delinear durante el levantamiento popular de Octubre del 19. Que no nos divida lo electoral, que nos una la lucha.