por Italo Nocetti
Resulta difícil criticar a una estrella de la filosofía pop de masas entre los cuales se encuentra Zizek, así como sería difícil criticar la música de los Rolling Stones. Instalado en la celebridad se le aplauden todos sus sofismas, todas sus boutades, ya que siempre hay audiencia para sus contradicciones y devaneos anodinos. Recuerda los teatros llenos de Emil Bergson en los años 30 del siglo pasado, filósofo de moda que pronto fue reemplazado por otros fenómenos de la cultura europea. A Zizek nadie le puede negar la importancia de sus primeros libros, la habilidad teórica con que interpreta a Jacques Lacan, para producir un interesante concepto de ideología. Como nadie puede negar que políticamente fue candidato presidencial por el partido liberal esloveno, aunque previamente fue miembro activo del PC del mismo país. Pasó de una tienda política a otra súbitamente, sin contradicciones al parecer como lo hacen siempre los políticos oportunistas.
Con posterioridad deviene un intelectual público cuyas posiciones nunca han sido claras, posee un cierto don proteico, puede ser comunista y anticomunista, revolucionario y conservador. Su idea de comunismo no es el comunismo revolucionario que deriva de las luchas de las clases y pueblos; es otra cosa que consiste en lo que llama los commons, lo común de toda la humanidad; a saber, el aire, el agua, la tierra, los derechos individuales, el consumo, etc. En realidad, su comunismo no es más que una figura retórica en que toma una parte, los bienes comunes para nombrar un todo, el comunismo; juego sofístico que no parece sacado de Hegel, sino de Aristófanes. En el comunismo del filósofo no hay abolición de la propiedad privada, ni alienación, tampoco juicios sobre los efectos deletéreos del capital, tampoco estrategias de transición al socialismo. En ese mismo tono, también ha definido que es ser revolucionario, la importancia de Lenin, la violencia, y otros temas de la izquierda revolucionaria, pretendiendo siempre poner al día debates ya centenarios, monologando, evadiendo cuestionamientos.
Parece un pensador incansable que va en busca de síntomas de una cultura anómala, teorizando de modo brillante sobre ella. En consecuencia, bien podemos utilizar a Zizek para destruir a Zizek. Basta con decir que su obra cabe dentro de su modelo de una cultura ideológicamente diluida en la nada, de café descafeinado y progresismo de consumo; donde lo auténtico es justo lo contrario. Su versión intelectualmente digerible e inocua de la revolución, pone en operación una forma social de sublimación represiva perceptible en el concepto de comunismo sin comunismo, sin revolución, sin fuerzas emancipatorias, café descafeinado. Este discurso repetido ad infinitum posee una sola estrategia, volver imposible un pensamiento y una praxis revolucionaria desde nuestra América; pues todo es pensado desde y para Europa. No hay un pensar desde los desposeídos, los abyectos, los 1200 millones de miserables que pueblan nuestra tierra. Zizek no puede pensar desde el descampado y con honesta sinceridad. Tampoco puede, atrapado en sus antinomias, telarañas y paradojas escolásticas, romper sus juguetes y madurar (Hegel). Para él Europa, su cultura y su filosofía, están al centro; sin la mínima conciencia de que repite añejos enunciados del hispanismo español, desconociendo la singularidad de nuestro desarrollo histórico y cultural. En realidad, Zizek no ha sabido solucionar el problema de la relación cultura/pensamiento crítico, una de las claves hoy para entender los problemas actuales de la izquierda y las luchas populares en América Latina.
El filósofo como sus adláteres no puede salir de su zona de confort y debatir en pleno día. Debiendo responder sobre sus flagrantes contradicciones; como su crítica a Habermas respecto de su apoyo a la invasión de Irak, cuando él mismo apoya la guerra en Ucrania. Masacre del pueblo ucraniano que cercena la vida de entre 1000 y 2000 personas a la semana en Donbas. Es que Zizek no entiende que en las guerras se mueren desangrados seres humanos, que los motivos son siempre económicos y de poder político, que la izquierda en su humanismo se opone por principio a las guerras. En ese tipo de actitudes se encuentra la huella de la ideología que dice criticar, pero que reafirma con pasión. Ve la política como un asunto amoral, imbuido de una voluntad de abstracción que vuelve irrelevante toda contradicción, participando de la decadencia de la ideología liberal, que se apaga lentamente frente a los hornos ardientes de la actualidad. Es cierto que hay mercenarios neonazis en Ucrania, es cierto que Zelenski es de lo peor, como también es cierto que Putin es un autócrata asesino. Es decir, que en esta guerra no hay en juego nada que tenga algo que nos señale una vida mejor, solo muerte y peligro para la humanidad. Entonces, ¿no es la razón la que impulsa a clamar por la paz, aunque sea un grito sordo en un bosque de violencia? El Che dijo en las Naciones Unidas el once de diciembre de 1964: “Queremos paz” y tenía razón; cuando dijo que estamos impulsados por profundos sentimientos de amor, también.
Alain Badiou hablaba de cadenas significantes, cadenas de nombres si se quiere, que construyen el sujeto, pues cumplen la función de ser unidades lingüísticas que operan en el ámbito del proceso diario de auto-identificación. Escribamos algunos de nuestros nombres: Franz Fanon, Karl Marx, Graco Babeuf, Salvador Allende, Ho Chih Minh, Fidel Castro, Clotario Blest, y un largo et al. Este condicionamiento de la subjetividad humana, también lo podemos llevar a la esfera de las palabras. Me explico, resultaría raro un socialista que hablase de guerra, de las maravillas de Occidente, de la propiedad y el consumo; tal como lo ha hecho Zizek, pues es una contradictio in adjecto. Pero el esloveno no tiene problemas en afirmarlo y declararse comunista, con ello queda claro que es un ideólogo del apocalipsis. Estamos frente a un pensador de una ideología crepuscular, cuya función es resignificar todo, para que no cambie nada. Esperamos que nada le resulte.