por Juan García Brun
Drácula es probablemente, por su impacto cultural, una de las historias románticas más poderosas que nos legara la era victoriana. Su presencia en la cultura popular desde los años 50 se ha hecho masiva y representativa de la lenta transición a una lectura laica del mal.

Steven Moffat y Mark Gatiss – responsables de la serie Sherlock-no sólo han dado un giro de tuerca a la historia del noble transilvano, sino que han abordado la obra original con varios toques “importados” de las muchas adaptaciones del vampiro, como ente, encarnado en la figura del conde.
Por lo anterior, el tratamiento de la historia y la producción resultan a ratos erudita. Es indudable la cita al Drácula de Ford Coppola y a aquél de Kinski bajo la dirección de Herzog, inclusive al clásico de Bela Lugosi, aunque podría decirse que al menos el primer capítulo está dominado por la asfixiante versión de Murnau. Esto en líneas generales.
En efecto, el tono salvaje de la sangre (La adicción, de Ferrara), una sexualidad desbordadaStefen Moffat (Entrevista con el vampiro, de Neil Jordan), la elegancia decimonónica de la Hammer (Drácula, de Fisher), el desafío religioso (Réquiem por un vampiro, de Rollin), el sentido del humor un tanto procaz (El baile de los vampiros, de Polanski), la adaptación al mundo moderno (Sólo los amantes sobreviven, de Jarmusch) o el drama de la soledad que todo no muerto entraña en su no vida (Nosferatu, vampiro de la noche, de Herzog), son los ingredientes del cóctel sangriento que ambos creadores, junto con Jonny Campbell, Paul McGuigan y Damon Thomas (como directores), imprimen a la miniserie de la BBC y Netflix.
La historia quiso que esta versión de Drácula llegara este 2020, un año bisagra, de cambio época que en mucho remite a 1897, cuando la novela fue editada en Londres. Y es que el contexto histórico, el expresivo hundimiento del imperio británico ayer, permite observar el declive simétrico del imperio norteamericano, en nuestros días.
Drácula sigue vivo porque las tensiones sociales que la originaron, siguen extendiéndose hasta nuestros días: los días de un capitalismo «no muerto», cuyo amparo final es la oscuridad y su único alimento la sangre de la viva clase trabajadora. La sofisticación decadente y más que ello decadentista, la transubstanciación de lo que ayer fuese luminoso a lo lúgubre, están presentes en este miniserie, de una forma que por lo riesgoso de la apuesta no dudamos en calificar de valiente.
Aunque los tres capítulos son dispares y perfectamente pueden verse por separado, recomendamos este nuevo Drácula, un trabajo que a pesar de extenderse por un total de cuatro horas y media (cada capítulo dura 90 minutos), es narrado con velocidad, vehemencia, respeto y el exquisito humor negro inglés.