El camino cordillerano era ancho, gravillado y el paisaje desértico. Manejaba casi en trance entregado a mi memoria y a mis culpas. De improviso — a unos doscientos metros— en una curva, un auto descontrolado que venía en sentido contrario impactó con un montículo de piedras que estaba en el límite del camino. Estaba a gran altura y por un momento pensé que podría haber caído al vacío como había visto en tantas películas.
La polvareda y el sol dieron a esa camioneta roja el marco ideal para un accidente mortal. Me acerqué y dos hombres mayores —en esa época yo tenía 35 años— salieron sonrientes del vehículo, me agradecieron el gesto e indicaron que no necesitaban ayuda. Parecían ocupados en otra cosa, como si ya el no haber muerto les resultara suficiente. Uno de ellos sangraba en la frente y fue el más explícito en indicarme que no necesitaban ayuda, ni agua, nada. Los dejé cubiertos por una nube de polvo en suspensión.
Retomé el camino y seguí escuchando música, Led Zeppelin, creo. Muy probablemente The Song Remain The Same, en la casetera de mi jeep que igualmente era rojo. La frontera con Chile es bastante evidente, natural. El lado argentino es desértico como el Cañón del Colorado y en tanto comienzan las araucarias y el verde —puede verse una línea de musgo que cada tronco exhibe, verde hacia Chile, seco hacia Argentina—uno sabe que ha regresado a la patria. En mi caso después de mucho años, hacer ese viaje de regreso por tierra y por Pino Hachado tenía por cierto un aire de trascendencia y memorabilidad.
Hay que decir que la planicie del control aduanero y policial está emplazado en una zona que parece de utilería. Los volcanes nevados, los farellones resplandecientes y las cúpulas de las araucarias dan a las instalaciones un aire artificial semejante a aquellas construcciones simuladas para hacer ejercicios de explosiones nucleares. La lentitud de los trámites, la desconexión y la altura, contribuyen a conformar un ambiente de ingravidez propio de los ejercicios de los astronautas. Adicionalmente, el tipo de construcción —se trata de unas instalaciones cuyas enormes vigas de madera semejan pozos petroleros o animales prehistóricos— y el vestuario del personal verde, rojo, azul, acentúa esa sensación.
Siendo un niño recuerdo haber visto en televisión —quizá en el cine— esas recreaciones de las que te hablaba, esas siniestras explosiones nucleares de prueba en pueblos falsos utilizados en la década de los 50 y de las que me preocupaban dos cosas. Primero, que eran observadas por grupos compactos de científicos y militares ataviados con vistosas gafas de sol y enormes binoculares. Segundo, que en la recreación de esas falsas villas, con casas de distintos tamaños, autos en las calles, molinos y hasta alguna torre, se incluían maniquíes que representaban escenas cotidianas de la vida suburbana de la posguerra. Decir que me preocupaban estos dos hechos es poco. Me aterraba la idea de que el verdadero objeto de ese ejercicio era la fría y programada destrucción de la vida familiar, porque llegaban a sentar a falsas familias a la mesa o escenificar a otros pequeños jugando, mientras los padres compartían con amigos lo que parecía ser una limonada. En fin, estas cosas vinieron a mi memoria cuando esperaba atravesar la frontera.
Luego, al bajar, unas gruesas y oscuras nubes desplegaron una llovizna y luego un temporal de lluvia, nieve y granizo. La estructura del jeep se cimbraba con el golpe de lo que se revelaba como una tempestad. El sonido de la lluvia y también de los rayos y de los relámpagos —que también suenan hay que decirlo— caía con furia sobre el paisaje, sobre las rocas y los árboles que parecían salir directamente de ellas.
Proseguir el camino en tales circunstancias exige experiencia, atención y por sobre todo concentración. Cada curva, cada vehículo en sentido contrario —no me crucé con ninguno— y cada golpe de piedra es objetivamente una potencial oportunidad sino de muerte, de un desastre de importancia. Solo puedes seguir el camino si eres consciente del riesgo. La «visión de túnel» esa expresión que se utiliza para caracterizar una investigación con fines predeterminados o para definir la personalidad de quienes tienen intereses reducidos y solo ven esa luz al final, es en realidad un mecanismo genético, adaptativo a la adversidad.
Sin embargo, hasta esa lluvia se hizo rutinaria. Más de una hora de imprevistos comenzó a exhibir un patrón, a hacerse previsible y por los mismo a dejar tiempo para la reflexión. Nada material justificaba mi regreso al país. Mi vida paradisiaca en una playa en la costa norte de Fortaleza, Brasil, no requería de esta empresa. Tomé tu pañuelo y aspiré su perfume, tú me habías alentado afirmando que debía cerrar capítulos y hablar personalmente lo ocurrido. Mi pecho henchido de placidez, de felicidad, me permitió continuar esa tarde de tormenta eléctrica. Por un momento quise llamarte y hasta pronuncié tu nombre, linda.
El camino se hizo angosto y el túnel ferroviario «Las Raíces» que conduce a Lonquimay—en esa época era el más largo del país— se me presentó imponente. Internarse en él fue un ejercicio de vulnerabilidad, un poco salir del mundo y transitar a lo salvaje e intestino. En el suelo se podía ver la vía férrea de trocha angosta que emergía irregular, como un gigantesco espinazo, resistiéndose al asfalto post ferroviario. Las luces parecían extinguirse contra esa oscuridad rectilínea dando la sensación de que me dirigía al centro de la tierra. Las ampolletas mínimas empujadas por un viento polar y abismal las hacían parecer vivas. El agua se escurría caótica por las paredes y aún desde el techo, lomo o cúpula de la construcción. Como se llame.
Hace horas que había apagado la música y al lugar no ingresaba ni luz, ni ningún tipo de onda radioeléctrica. Recordé que el lugar había servido como centro de detención y tortura durante los primeros meses de la Dictadura. El túnel seguía hundiéndose en la tierra. Sin embargo, el enorme celular que llevaba en el bolsillo de mi camisa (año 2002) se encendió producto de una llamada. Mi corazón se agitó desbocado antes siquiera que pudiese alarmarme. La llamada era imposible o una temible alucinación. Mis piernas comenzaron a temblar. Detuve el vehículo y apagué el motor para escuchar bien. Bajé con pánico y contesté: ¿Aló? Nadie había al otro lado de la línea, el teléfono seguía encendido y su intermitente resplandor verdoso proyectaba mi sombra contra los muros y la cúpula del túnel. En la pantalla se leía “desconocido” Repetí: ¿Aló? El viento se hizo más fuerte. Como pude, retomé la marcha. Por el retrovisor parecía verse una luz fija al lado izquierdo. Parecía ser un motociclista. Aunque bajé la velocidad para que se acercara, la luz seguía equidistante.
Al salir del túnel era de noche. Una noche estrellada y sin Luna. El camino se hizo ancho e iluminado. El pavimento hizo revivir al jeep y pareció tomar fuerza. Las ventanas iluminadas de los pequeños caseríos, las señales de tránsito y las balizas de las camionetas policiales, anticipaban el regreso a la civilización. Prendí la radio y lo único que se escuchaba era un partido de la Copa Davis, creo que jugaba Massú. El partido era interminable y jugaban un tie break. Más adelante se hizo audible un predicador que hablaba sobre el demonio y la fidelidad conyugal. La tercera radio era un continuo de corridos mexicanos.
Me detuve en un restorán de camioneros a la salida de Lautaro, en un caletera junto a la autopista hacia el sur. Pedí una cazuela y terminé de ver el partido. Conminado por un grupo de entusiastas me vi obligado a gritar por Chile. Me tomé un te, compré un agua mineral y seguí el camino. No sé si te dije, pero a esas alturas ya llevaba 12 horas continuas manejando. Era invierno y me quedaban mínimo cinco horas hasta Puerto Montt.
Bueno, aquí viene la historia que te quiero contar. Después de más de 20 años volví a contactarme con Bahamonde, lo que hice como sabes, exclusivamente por correo electrónico. Él me escribió recordando los tiempos pasados, los milicos y las historias de la vieja guardia. Me contaba cómo estaba el país, cómo habían recibido a Pinochet y cómo la gente se estaba empezando a dar cuenta quién era Ricardo Lagos. Sus análisis no eran muy agudos pero siempre en ellos rondaba una pregunta que me daba cuenta no se sentía con la confianza para realizarla.
La verdad muchas de sus afirmaciones eran bastante obvias y no me motivaban a hacer un mayor esfuerzo argumentativo. Tengo la impresión que muy en el fondo Bahamonde creyó la historia que le contaron y ahora sigue navegando en las tranquilas aguas de la opinión pública sosteniendo un previsible discurso crítico. Ignorante de mis gustos musicales me llegó a enviar música de “Silvio” (sic) e Inti Illimani. Para mis adentros a este último grupo siempre lo llamé INRI Illimani. En fin, así son las cosas y debo reconocer que aún con sus notables limitaciones Bahamonde sigue siendo un camarada y de los últimos. Los restantes o están muertos, encarcelados o han transitado vergonzosamente (la mayor parte) a la vereda opuesta.
Debo haber llegado tipo 2 de la mañana a Puerto Montt. Me hospedé cerca de Angelmó. Justo al llegar empezó a llover nuevamente. Me atendió un muchacho muy jovial y amanerado que no parecía tener nada de la modorra que se observa en el personal hotelero de madrugada. La habitación parecía un refrigerador, preferí no encender la calefacción —¡¡era a parafina!!— y me quedé dormido escuchando unas sirenas que bien podían ser el viento, Carabineros o bien carros de bomberos. La disyuntiva me pareció alentadora y me dormí, como siempre abrazando mi almohada y pensando en tí.
Desperté justo para alcanzar a desayunar: café con leche, una paila de huevos y pan amasado. Pedí un taxi y llegué a la casa. Era una población CORVI, antigua y la casa de Bahamonde —deben haber sido las 11 de la mañana— se veía vital, con una chimenea a todo lo que da. Toqué el timbre y tras un intencionado movimiento de cortinas me abrió una mujer joven quien con esa cadencia chilota me preguntó si yo era Pablo Vera. Pase —me dijo— don Antonio lo estaba esperando para ayer, bajó a comprar pero ya debe estar por llegar.
Me senté, acepté un té y me puse a revisar el living. Había un Guernica, la foto de varios niños desparramadas entre la pared y un trinche sobre el que había un enorme televisor. Las cortinas y los muebles estaban cubiertas por pequeñas piezas de crochet blanco. No había ningún signo religioso. La mujer puso cerca de mí, una concha de loco por si quisiese fumar. En el interior de la casa había otro televisor encendido con un programa matinal a un alto volumen. Trataban el tema de la leucemia infantil.
Una sombra se despliega sobre la ventana de la puerta principal, un perro ladra en el patio trasero e ingresa un hombre fornido, menos alto de lo que recordaba, de pelo blanco. Me pongo de pie y saludo. Compañero —me dice, al tiempo que me da un fuerte abrazo. Compañero — respondo al desconocido— Pero ya era tarde, nada podría salvarme y nada podría corregir este error.